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“Son muchos viajes, mucho cansancio, mucho stress. Es un momento del año en el que todos estamos agotados. Tuvimos muchos partidos decisivos y llevamos esta camiseta que hay que representarla muy bien. Necesitamos fe, optimismo y mucho apoyo del entorno que nos va a servir para suplir las cosas que nos están costando. Cuesta mucho…”.

Le cuesta mucho a Marcelo Barovero. Y lo dice.

Es una especie de catarsis pública. O de sincericidio bastante poco habitual en futbolistas.

Lo hace minutos después de dejar llorando la cancha del humilde Chapecoense por un dolor que “por suerte no es nada grave”. El dolor, en realidad, va por dentro.

Hombre de una enorme paz interior pero de ninguna manera inmune a la exigencia del arco más grande del mundo, meditó y habló (en privado, claro) mucho del tema. Primero con Cavenaghi, antes de que el ídolo se fuera a Chipre: o sea, antes de levantar juntos la Libertadores. Después con varios de sus actuales compañeros. Y en el mientras tanto, con gente del cuerpo técnico y hasta con Enzo Francescoli.

El desgaste fue progresivo después de poco más de tres años y medio. Ni siquiera ser pieza central en la obtención de coronas esquivas desactivó dicho desgaste. Querido por los hinchas, respetado por los dirigentes, valorado por Ramón Díaz y Gallardo, referencia ineludible para sus compañeros, el penal que le atajó a Gigliotti y decenas de partidos en los que su esmirriada figura se hizo gigante lo llevaron a ser bandera y que la camiseta de un arquero rompiera récords de venta.

Cualquiera podría suponer que tamañas conquistas blindarían a cualquier profesional de toda presión. Es necesario estar en el cuerpo y la mente de ese hombre para dimensionar la erosión que provocan tantos partidos determinantes. Evidentemente, la erosión de produjo…

Ahora averiado tras doblarse un pie al final del partido en Brasil, Gallardo no lo incluyó en la lista de concentrados para jugar con Vélez.